ERECCIÓN DEL LABIO SOBRE LA PÁGINA


[14] Estoy en un bar de Almería defendiendo la locura de Leopoldo María Panero. Siento por un momento que toda mi vida me ha llevado, me ha preparado para estar allí defendiendo su no impostura, su grandeza que es su miseria. Y su poesía. Su poema que traspasa el poema, que lo quema en su perfecta crueldad de saber mirar más lejos que las palabras.

Es el más grande, no sé muy bien desde quién, creo que desde muy atrás, muy atrás. No me importa contra quién lo defiendo esa noche de Almería, sé que no tengo argumentos contra ellos, que son amigos y que por tanto se apiadan de cada una de mis torpes palabras. Lo sé con tanta certeza como que no me equivoco, como que más allá del personaje del loco está el loco, que más allá de su poesía está el loco, que detrás del loco está la mejor poesía que jamás he leído.

Me pasa con casi todos los poetas que admiro: lo mejor es lo que no ha escrito. Dicho así me imagino hablando de la alegre muchachada poética. No es así. Es más simple: cada última pieza que edita Panero (Valdemar, Huerga&Fierro, Igitur, editores afortunados, pero él está en otra división) merece lo anterior, lo fagocita, me refiero a lo que hay más allá de la Poesía Completa en Visor. Esta Erección del labio sobre la página, de 2003, es confirmarlo todo.

P.s.: Panero no es Bunbury ni su miserable y patética mamada de sí mismo. Bunbury es un jodido parvenu que nadie ha invitado a esta fiesta. Me muero si me lo callo.

PANERO, Leopoldo María, Erección del labio sobre la página. Valdemar. Madrid, 2003. ISBN 84-7702-461-8.

EQUIPAJE ABIERTO


[13] Me encontré a Inés María Guzmán en calle Larios, un viernes ya de noche. Ella salía del Ateneo, había presentado este libro y me lo regaló, Equipaje abierto. Antología (1975-2009). Treinta y cuatro años escribiendo poemas. Estaba enfadada. «Hoy hay demasiados poetas jóvenes que deciden lo que se publica y lo que no». Esto es lo que me dijo (por desgracia no me puedo dar por aludido en ninguna de las vertientes, ay). Yo no lo sé, tengo sospechas, eso es todo.

Creo que no hay que desear nada para que todo ocurra. No hay que querer nunca nada. Esto, que podría ser un mantra budista, en mi boca es un escudo blindado. Hay que blindarse contra los desafíos y contra los objetivos, contra alcanzar cosas, contra llegar a la otra orilla. Es mi particular Letanía del Miedo

Ojalá le hubiera sabido decir a Inés «no quieras nada para tus poemas». Pero eso no se le puede decir a la cara a nadie, porque nadie lo va a entender, ni siquiera yo mismo se lo entendería a quien me lo dijera, una noche, después de regalarle un libro que encierra treinta y cuatro años de poemas.

GUZMÁN, Inés María, Equipaje abierto. Antología (1975-2009). Ateneo de Málaga. Málaga, 2009. ISBN —. 

LA DERROTA DE NAPOLEÓN EN RUSIA


[12] Todo empezó hace mucho tiempo. Nos reuníamos los fines de semana, comenzábamos el sábado a primera hora y volvíamos a casa el domingo de madrugada. Nos fotocopiábamos los reglamentos editados en aquellas impresoras matriciales, las figuras de plomo se repartían en aquellas dos mesas enormes, cargábamos, formábamos cuadros, escribíamos órdenes de combate táctico, y después, cuando ya todo se había recogido, comenzaba lo más interesante, las discusiones y las risas sobre lo que había ocurrido sobre la mesa, en la batalla. Durante dos o tres años estuve batallando con figuras de plomo por los campos de Europa, en aquel club de estrategas de salón.
Todos los libros tienen un pasado. Bien, no me refiero a lo obvio, a lo contingente, sino a lo sentimental, a lo anecdótico e imprevisible. Como cualquier libro, todo tiene un pasado (“somos nuestro pasado”, diría Peter Kingsley), una concatenación más o menos rastreable. Una historia. 

Lo previsible sería disertar ahora acerca de la Europa napoleónica, sobre el nacimiento de la sociedad burguesa contemporánea que la Grande Armée arrastraba ignorante en su equipaje. Seguramente este texto de Philippe-Paul de Ségur, La derrota de Napoleón en Rusia, no cuenta nada de esto, ni ninguno de los otros que ahora lo acompañan en la estantería (entre Salamanca 1812. El triunfo de Wellington, de Rory Muir, y 1812. La trágica marcha de Napoleón sobre Moscú, de Adam Zamoyski). Los historiadores militares son impermeables.

Pero no es así, compro libros de historia militar napoleónica para seguir acudiendo a aquel club ya desaparecido, para seguir volviendo tarde a casa después de justificar una carga de dragones durante horas y horas, entre cervezas y cervezas.

Todos los libros de Historia que almaceno guardan un rastro de mí que me delatan. 

SÉGUR, Philippe-Paul De, La derrota de Napoleón en Rusia. Duomo. Barcelona, 2009. ISBN 978-84-92723-28-7.

EL SEÑOR DE LA LUZ


[11] Recuerdo este libro, El Señor de la Luz, hace muchos años, en tapa dura, como todos los de Minotauro. Yo no podía comprar libros entonces, no sabía. Era el tiempo en que un libro era un país muy lejano, mágico, arcano. Recuerdo de aquella época, por ejemplo, comenzar un libro, El Señor de los Anillos, pongamos, y después de terminar los primeros capítulos, abrirlo por las últimas páginas, y descubrir que los personajes continuaban allí, y sentir una especie de vértigo apocado y feliz. Era un crío, eso es todo.

Los libros pasaban por mis días como cosas muy ajenas, como si no fueran a encajar nunca muy bien con el resto de las cosas. También recuerdo que algunas pocas veces que oía hablar de la India, o que escuchaba el sonido agudo de aquella tierra incógnita, me producía un miedo inexplicable, un miedo como a algo que jamás iba a ser mío. Nunca he sabido adivinar bien mi propio futuro.

Ahora vivo para los libros, con los libros, ahora crezco para adentro cuando suenan en mi oído el lenguaje del sitar y de la tabla. Un día supe que el libro de Roger Zelazny hablaba de un futuro lleno de olor a dioses hindúes. Y tenerlo aquí conmigo, por fin, es una bala en la recámara para adivinar mi propio pasado.

ZELAZNY, Roger, El Señor de la Luz. Minotauro. Barcelona, 2003. ISBN 84-450-7463-6.

MATEMÁTICA, ¿ESTÁS AHÍ?

[10] Si tuviera una única posibilidad de elegir, sólo una, la respuesta sería: “ser matemático”, sería “ver un poema en una ecuación”. No es lo que hubiera dicho el crío que una vez fui, nunca lo hubiera imaginado, hubiera pensado que su avatar futuro era un traidor. Y le entiendo. Sé que traiciono lo que una vez deseé, pero sintiendo el remordimiento hoy digo, aquí, desearía más que nada ser un buen matemático.

Por supuesto, las cosas no son. El hemisferio imperante gobierna con mano férrea. No tengo ninguna cualidad oculta, y he aceptado que soy un ignorante funcional para las matemáticas. Esto no me impide comprender que todo es matemática, que esta inmanente construcción que nos rodea, está construida con ladrillos que un día comprenderemos, o no. No importa lo que sepamos, sino cómo podríamos saberlo.

En la estantería guardo libros de Ian Stewart, Roger Penrose o Ilya Prigogine, tal vez de algunos más, pero no es el momento adecuado para pasar lista. Sólo me detengo en los más cercanos a éste de Adrián Paenza, porque acercan las matemáticas a discretos suspensos como el que suscribe. En concreto un libro de mi adorado H. M. Enzensberger, El diablo de los números, y otro de Richard Mankiewicz, Historia de las matemáticas. Del cálculo al caos. El primero un tanto naif por estar orientado a niños, el segundo elegantemente concreto. Espero que Matemática, ¿estás ahí?, se acerque mucho más a este de Mankiewicz, pero al verlo me di cuenta de que siempre voy a esperar algo tan poco riguroso como contemplar el milagro de comprender, un día, de repente, qué hay detrás de los números.

PAENZA, Adrián, Matemática, ¿estás ahí? RBA. Barcelona, 2008. ISBN 978-84-9867-101-8.

MAL DE ESCUELA


[9] Pennac es Pennacchio, es su apellido afrancesado. Esto era un chivatazo en mi adolescencia colegial, y hoy en día es lenguaje periodístico de la más alta escuela.

El libro de Daniel Pennac llegó a mis ojos por atracción magnética, porque nada de lo humano me es ajeno (et mihi). No es mucho (nunca es demasiado, ah, sed eterna) lo que hay en mis estanterías acerca de lo que acontece en las aulas (eso que malamente llaman educación). Destaco, con vehemencia, Patos, elefantes y héroes, de Ariel Dorfman (Siglo XXI, 2001); Bien educados, de Salvador Cardús (Paidós, 2006); El profesor en la trinchera, de José Sánchez Tortosa (La esfera de los libros, 2008); e Hijos de la Logse, de Francisco Robles (Toromítico, 2008). Los tres últimos con una lectura concreta de la calidad de la res docentis patria.

Para los que pensamos que la clave de este partido se juega en las aulas, el desgarro es incontable (porque no sólo es la calidad, es la cantidad de los alumnos que hemos dejado deambular por la ambigüedad torticera de la enseñanza secundaria). Pero la paradoja es mayor, infinitamente mayor, para los que nos creemos de izquierdas, y vemos cómo hemos sido asaltados por la ficción educativa que comenzó en la Logse (generacionalmente no la sufrí, pero mis prácticas en las aulas y mi condición pasada de profesor consorte, la palpó, la vivió, «la subrayó con lápiz de color y la comentó en clase»). No hay bandazo ninguno (como el que le asalta a Francisco Robles), no hay ninguna duda, pero ninguna, de dónde estamos, de lo que somos, y a pesar de ello gritar que la izquierda española se ha sometido a un chantaje paracientífico por parte de pedagogos y psicólogos y docentes acólitos, que han diseñado para una educación «progresista», «de izquierdas» la más absoluta de las veleidades educativas. ¿Ser de izquierdas es comulgar con ruedas de molino? No, amiguitos, nunca, precisamente nunca. Por eso proclamo que la enseñanza en España se ha cobrado (y lo que te rondaré) veinte años de vacío, que sólo quienes han pasado por la escuela pública, docentes o discentes, pueden intuir. La dictadura del método frente a la república de los contenidos.

El tema es largo, muy largo, y demasiado sencillo en su complejidad, pero van a venir, lo adelanto, otros libros de la misma condición a este Catálogo de naves. Este que llegó a mis manos, Mal de escuela, intuyo, va a contarme la experiencia de un profesor de la escuela pública francesa, Daniel Pennac, y su desencanto. Porque no puede ser de otra forma, porque hablar de enseñanza contemporánea es exactamente lo mismo que hablar de decepción, en el grado que queramos. Y eso, querido Pennac, que usted ha ejercido en la escuela francesa, laica, de una tradición innegociable, y que cualquiera de sus colegas que más acá de los Pirineos ejecutan cada día esta liturgia esperpéntica de la enseñanza en España, darían la mitad de la dignidad que aún conservan por ejercer aquello para lo que se formaron.

PENNAC, Daniel, Mal de escuela. Debolsillo. Barcelona, 2009. ISBN 978-84-9908-024-6.

CITA CON RAMA

[8] Leí 2001: Una Odisea del espacio hace demasiado tiempo, en aquella colección de Orbis de color azul que vendían en quiscos. Con estos libros descubrí también a Larry Niven o a Simak. Recuerdo que me pareció más compleja y sofisticada la película que la lectura, pero recuerdo también que leer a Clarke me resultó sencillo y directo.
Vi Cita con Rama mucho tiempo en librerías. Luego fui a buscarlo a ellas y no lo encontré. Y finalmente lo pude rescatar en una de esas librerías de segunda mano (que no son tales, tienen libros de saldo, de resto de edición: me imagino naves enteras en Barcelona con palés sobre palés de ediciones mal vendidas). 
Hace poco anunciaron su película. Hace menos todavía, leí que había problemas de guión, y que suspendían su producción. En el fondo me alegré: no soporto leer un libro después de haber visto su película. Es como remontar un río. Sólo recuerdo no haberme arrepentido de hacerlo, al leer La insoportable levedad del ser unos años después de ver su versión en cine (ay, aquella Juliette Binoche).
Que no haya película de Cita con Rama es una buena noticia para sus inminentes lectores. 
CLARKE, Arthur C., Cita con Rama. Edhasa. Barcelona, 2007. ISBN 978-84-350-2104-3.

LA FÓRMULA PREFERIDA DEL PROFESOR


[7] Lo primero en lo que me fijo de un libro que no conozco, es obvio, es en la portada, y en su título, y si ambas cosas combinan suficientemente. Después todo lo demás: abrirlo, leer la primera frase, olerlo, buscar entre páginas algo que pueda reconocer, y por último, imaginarme leyéndolo. Todo es importante, todo guarda una clave.
Dicho así, parece que hay una veneración estúpida, zafoniana, y lo cierto es que no es así, que todo sucede más con lo casual (ah, el azar, mi divinidad confesa) que con lo trascendente, y más con el bolsillo que con las ganas.

La fórmula preferida del profesor contaba con algo a su favor: no conocía a su autor (no es demasiado difícil confesar mis carencias), y que Yoko Ogawa era, es japonés. Desde hace muchos, muchos años, persigo un deseo algo idiota y no cumplido hasta ahora: quiero que me guste la literatura japonesa, quiero sumergirme en ella y nadar y quedarme mucho tiempo allí.
No lo he conseguido nunca. Murakami ha sido sólo el penúltimo de los intentos, pero antes fueron Mishima, sí, o Kawabata. Es esa sensación de lejanía, de que todo es demasiado naïf, demasiado, incluso en el horror de las cosas, incluso en la muerte o en el jodido amor. Me ocurre con toda la liturgia tecnológica japonesa, con el Manga, con la música, con su cine, con su literatura. Japón no me funciona, no esta versión postmoderna. Y sin embargo quiero que me guste, y sé que va a ser siempre así.
Un solo libro de Askildsen o de Fante o de Kerouac pesa más que todo lo leído de ellos. Pero a Japón voy a acudir siempre, siempre, y sin saber por qué, sé que nunca me voy a cansar de hacerlo.

OGAWA, Yoko, La fórmula preferida del profesor. Funambulista. Navarra, 2009. ISBN 978-84-96601-37-6.

LA SOLEDAD DE LOS NÚMEROS PRIMOS

[6] ¿Por qué no me fío de aquellos libros que han alcanzado tanto éxito, antes de que los hubiera rescatado, con mi mano, por azar, en cualquier librería? ¿Por qué mis dudas son directamente proporcionales a las alabanzas de las fajas que el editor no se ruboriza en colocar? ¿Por qué todas las fajas son tan aburrida y tan comercialmente rojas? ¿Por qué mi condición de mal lector, de pésimo lector de narrativas, me hace creer que no hay novelas perfectas? ¿Por que nunca voy a dejar de buscar esa novela perfecta y por qué creo que nunca voy a querer encontrarla? ¿Por qué nadie de quien me fío me había hablado antes de ella?
 
¿Por qué este libro tiene un título tan maravilloso? ¿Por qué Salamandra hace libros tan buenos, tan elegantes, tan bien diseñados y maquetados? ¿Por qué los títulos, especialmente los títulos de las novelas de este editor, me gustan tanto? ¿Por qué compro libros sólo por un título? ¿Por qué deseo tanto que esta novela me guste? ¿Por qué creo que no voy a terminarla? ¿Por qué me atraen tanto las matemáticas si el hemisferio de mi cerebro que me gobierna es tan poco abstracto, tan literal, tan visual? ¿Por qué me gustan las novelas en las que además de una historia, se dicen cosas, se aprenden cosas?

¿Por qué he tardado tanto en tenerla?

GIORDANO, Paolo, La soledad de los números primos. Salamandra. Barcelona, 2009. ISBN 987-84-9838-205-1.

EN EL LABERINTO DE LA INTELIGENCIA

[5] Un libro de Hans Magnus Enzensberger es siempre un tributo al pensamiento. Lo admiro desde el primero que cayó en mis manos (Perspectivas de Guerra Civil, un opúsculo sobre la pulsión cultural de autodestrucción), y ninguno de los siguientes ha retrocedido. Sólo deja de convencerme su poesía, la poca que le he leído, lo acepto.
Por otra parte, todo lo que suena a desmontar el aparato paracientífico de la psicología*, tal como la conocemos en la Academia, o en su discurso aporístico y embaucador en los media, o en sus despachos clínicos, o en las salas de profesores (y la trama es infinita), ejerce sobre mí una atracción irreverente y ciega. No recuerdo cuándo nació en mí esta fobia, supongo que en la universidad, supongo que en alguna de aquellas clases casi privadas de Teoría de la Historia (nunca le sabré dar bien las gracias a Ángel Galán).
Quien acepta esta herejía postmoderna que arroja a la psicología fuera de cualquier parámetro científico, comprueba pronto la habilidad circense de su discurso pseudocientífico (arriba en la pirámide evolutiva, gustándose, la psicología cognitiva, muy debajo, tal vez con una oportunidad de redención, la psicología evolutiva). Ya puestos, echo en falta una metapsicología, esto es, un psicoanalizar al psicoanálisis, un tratamiento de choque, preventivo, con todo su ritual paramédico, al psicólogo (y aquí entiendo por tal al propiamente dicho, y al paciente devoto y/o compulsivo del mismo).
Por esto, detenerse en la estantería y descubrir que Enzensberger desmonta el mito de la Inteligencia, y el último grito que es ver Inteligencias allí donde los no agraciados con aquella nos creemos desenvolver, léase Inteligencia emocional, discursiva, musical (y la trama podría ser infinita), y desmonta el mito concatenado del Test de Inteligencia, y de suyo el del Coeficiente Intelectual, hace de esta ecuación el más perfecto de los libros que hubiera podido concebir.
Cuando leo a Enzensberger sé que no estoy solo.

* La psicología es norteamericana, o no es.
ENZENSBERGER, Hans Magnus, En el laberinto de la inteligencia. Guía para idiotas. Anagrama (Col. Argumentos). Barcelona, 2009, ISBN 978-84-339-6295-9.